Cuando tenía diecisiete años me sometí a un aborto salino en el segundo trimestre. Aunque yo quería tener a mi bebé, mis padres me presionaron para que abortara. Después de muchas horas de parto, di a luz a un niño muerto. Decir que esto tuvo un gran impacto en mi vida es quedarse corto.
Durante mi sanación he aprendido a tener más compasión y misericordia por los demás. Tengo cuidado de no juzgar, porque sé de dónde vengo y cuánto necesitaba compasión y misericordia. Por medio de mi hijo perdido por el aborto, Dios me ha enseñado sobre el amor verdadero en oposición a los apegos egoístas que siempre quise. Por medio del perdón que Dios y otros me han mostrado, he aprendido a perdonar a los demás, hasta a mí misma. Por el amor que he encontrado en Dios, tengo menos miedo al sufrimiento porque sé que nunca estoy sola en esta vida: Él está conmigo.
No les voy a mentir. Fue un camino difícil. Hay que enfrentarse a sí misma honestamente, y es aterrador enfrentar las muchas fallas que tenemos. Para aquellas de nosotras que hemos tenido un aborto, a menudo las mismas cosas que tenemos que enfrentar son los mismos miedos que nos llevaron a elegir el aborto en primer lugar. La paradoja es que enfrentar estas cosas –miedo al abandono, amor propio, orgullo, etc.– es precisamente lo que nos liberará de ellas. No importa cuán difícil sea el camino, nunca es tan difícil como lo que están viviendo ahora.
Recuerden que no están solas con sus sentimientos. Hay razones para ellos. No hay lugar para “políticas” o controversias en la sanación posaborto. Hemos perdido a nuestros hijos. Se nos debe permitir llorar por ellos.