No me imaginaba que ese día marcaba el comienzo de ocho largos años de vivir en el infierno. Empecé a tener pesadillas todo el tiempo; la imagen de mi bebé muerto no se iba de mi mente.
Empecé a beber mucho, y a drogarme también. Comencé a culpar a mis padres por haberme permitido hacerme un aborto. Me alejé de mis amigos y familiares. Incluso después de tener dos hijos, no podía dejar de pensar en el aborto. Mi matrimonio se estaba desmoronando y realmente no me importaba. Mi madre me amenazaba con quitarme a mis hijos, y aun así no me importaba.
Finalmente, supe lo que tenía que hacer. Quería darle mi vida a Jesucristo, y quería caminar por el pasillo de la iglesia para que todos lo supieran. Hice mi profesión de fe y fui bautizada.
*Publicado con permiso del Instituto Elliot