En los más de 35 años que pasé estando a favor del aborto (siendo “proelección”) y enterrando el trauma de cuatro abortos a partir de los 19 años, no puedo imaginar ahora que no pensara en lo que la racionalización y la negación estaban haciendo a mi alma. A principios de la década de 1970, cuando estaba en la universidad, el aborto aún no era legal. No podía decírselo a mis padres católicos cuando me quedé embarazada de mi primer novio serio, especialmente a mi madre. Así que encontré la manera de “ocuparme del asunto”.
Durante la siguiente década, empecé a beber más, y con la bebida y la “juerga” llegó el sexo ocasional. Y dos embarazos más. Así que el aborto fue mi método anticonceptivo. Era una buena hermana, amiga y compañera de trabajo. Creía que era una buena hija. Pensaba que tenía las cosas bajo control y que mi vida era “normal”, pero debajo de esa superficie normal, era un desastre.
Cuando conocí a mi futuro marido y salí con él, concebimos un hijo muy pronto. Fue mi cuarto aborto. No se lo dije hasta mucho después. ¡Cómo me arrepiento de no habérselo dicho! No le conté a nadie sobre ninguno de los abortos, excepto a una amiga cercana que trabajaba en Planned Parenthood.
Pasé al matrimonio y a la maternidad propiamente dicha con el pasado enterrado. Estaba muy agradecida a Dios por los dos hermosos hijos que tuvimos y que bautizamos. Nunca había renunciado a mi fe. Lamenté, pero no lloré de verdad, los dos abortos espontáneos posteriores que tuve. Todavía tenía una postura insensible.
Unos años más tarde, asistí a un gran evento provida en el que había muchos sacerdotes confesando. Cuando confesé los cuatro abortos y el sacerdote me absolvió, sentí un torrente de alivio y agradecimiento por la misericordia que allí se me mostró. La gracia sacramental me permitió dar un giro a todo en mi vida, espiritualmente hablando.
Dios ponía en mi vida a muchas personas que no paraban de hablar de retiros para mujeres que habían abortado. Los recursos que me dieron me llevaron a decidir que un retiro era donde necesitaba profundizar en la raíz de mis acciones y mis decisiones y comenzar el proceso de sanación… y es un proceso. Se necesitó la gracia de la valentía, sí, y se necesitó un dolor genuino y profundo por mis pecados, así como un anhelo de conectar con mis hijos. ¡Aleluya! Fue lo mejor y lo más difícil que he hecho, y que Dios ha hecho por mí. No podría haber sabido de otra manera la profundidad de mi dolor o la mentira que había estado viviendo. Finalmente pude tener una relación con mis hijos, entregarlos a Dios y traerlos a mi vida. Fui transformada. Dios no puede ser superado en su amor y generosidad. He llegado a ser capaz de recibir y devolver ese amor. Entré en la verdadera luz. En el corazón de Jesús. Sigo creciendo y descubriendo el plan de Dios para mí.
*Se cambió el nombre para mantener la confidencialidad