I
Dichoso el que es absuelto de pecado
y cuya culpa le ha sido borrada.
Dichoso el hombre aquel
a quien Dios no le nota culpa alguna
y en cuyo espíritu no se halla engaño.II
Hasta que no lo confesaba,
se consumían mis huesos,
gimiendo todo el día.
Tu mano día y noche pesaba sobre mí,
mi corazón se transformó en rastrojo
en pleno calor del verano.
Te confesé mi pecado,
no te escondí mi culpa.
Yo dije: “Ante el Señor confesaré mi falta”.
Y tú, tu perdonaste mi pecado
condonaste mi deuda.
Por eso el varón santo te suplica
en la hora de la angustia.
Aunque las grandes aguas se desbordasen,
no lo podrán alcanzar.III
Tú eres un refugio para mí,
me guardas en la prueba,
y me envuelves con tu salvación.
Yo te voy a instruir, te enseñaré el camino,
te cuidaré, seré tu consejero.
No sean como el caballo o como el burro
faltos de inteligencia,
cuyo ímpetu dominas
con la rienda y el freno.IV
Muchos son los dolores del impío,
pero al que confía en el Señor
lo envolverá la gracia.
Buenos, estén contentos en el Señor,
y ríanse de gusto;
todos los de recto corazón, canten alegres.
–Salmo 32
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